Aquel jueves a las ocho de la noche Rolando cerró temprano El Cronopio, su
tienda de conveniencia. María, su empleada, se reportó enferma y él acudiría
a una cena romántica con Amelia, una afable bibliotecaria que conoció
algunos meses atrás cuando ella entró a su local buscando un tipo de
galletas en particular.
—Poca gente pregunta por este producto a
pesar de ser apetitoso —le comentó en aquél entonces Rolando a su clienta
con la optimista intención de romper el hielo.
—Supongo que para algunas personas el sabor
a menta debe resultar raro en una galleta, pero es la que prefieren mis
traviesos —contestó Amelia con un tono amable y preciso.
—¡Traviesos y consentidos! Son unos niños
afortunados —exclamó el tendero.
—En realidad no tengo hijos. Por traviesos
me refiero a mis hurones.
—¡Perdón! Asumí cosas que no debía.
—Pierda cuidado.
—Había un gato callejero que alimenté por
años cada vez que se metía en mi patio. ¡Incluso lo llevé con el veterinario
un par de ocasiones! También crié algunos conejos y bueno... uno llega a
encariñarse con los animales.
—Eso ni dudarlo. ¡Si lo sabré yo! —en sus
ojos se asomó una mirada distante y cómplice, como la de una madre que
rememora las diabluras de sus vástagos.
María se divertía presenciando como su empleador
perseveraba en la conversación. Le regocijaba verlo mostrar, al fin, interés
genuino y vivaz en otra mujer, pues sabía del dolor que sufrió al perder a
su esposa en aquel fatídico accidente automovilístico años atrás.
Con el tiempo y la escasez de las galletas
sabor menta en otros establecimientos, el tendero y la bibliotecaria
comenzaron una amistad basada en la mutua curiosidad. A Rolando le llamaba
la atención cómo Amelia siempre evitaba hablar mucho de sus hurones a pesar
del evidente espacio que ocupaban en su vida y que prefería charlar sobre
libros, lugares e ideas. En cambio, ella quería descubrir cómo una persona
que sufrió tan grandes tragedias a lo largo de su vida —ya que la muerte de
su esposa no fue la única— se empeñaba en buscar el lado positivo de la
existencia y las personas.
Un sábado —el día preferido por Amelia para
aparecerse en El Cronopio— María notó que Rolando realizó dos rondas de
inspección seguidas en la tienda y que usaba una loción distinta a la
acostumbrada.
—Don Rolando, a mí se me hace que usted se
trae algo entre manos.
—¡A ti no se te va nada, María! Quiero
invitar a Amelia al zoológico.
—Pero ya ve que luego no le gusta hablar de
sus animalitos. Mejor llévela a tomar un café... o a la feria.
Él tomó el consejo de su empleada e invitó a
la bibliotecaria a un parque de diversiones. Aquel paseo rindió sus frutos.
Le siguieron otros encuentros en los que su relación se amuebló de buenos
recuerdos y se delimitaron los espacios de cada uno. Rolando dejó de tocar
el tema de los traviesos y sólo la escuchaba cuando ella los mencionaba por
iniciativa propia, además aprendió que para ella los domingos eran días de
solitud. Por su parte, Amelia aceptó el empeño de él por ser alentador,
entendió que sus motivaciones provenían de un afán de repararse a sí mismo a
través de los demás y que él nunca se permitiría mostrarse frágil ante
cualquiera.
Todo llevó a ese romántico jueves por la
noche. Rolando le propuso a Amelia profundizar en su relación. Ella
respiraba profundamente ante la proposición con una mezcla de regocijo e
incertidumbre.
—Jamás pensé que esto surgiría desde lo que
tal vez lo complique.
—No entiendo lo que me quieres decir.
—Hay algo que no te he contado, al menos no
por completo. ¿Por qué no vienes el domingo a mi casa? Será más fácil si te
lo muestro —Amelia lo miró reflexiva. Ella jamás creyó que realizaría esa
invitación. Su pretendiente, entre curioso y sorprendido de que fuera en
domingo, aceptó sin vacilar.
Ese día el tendero llegó a la calle
Laberinto a las doce del día como estaba acordado. El domicilio tenía una
fachada azul aguamarina. La ventana frontal estaba abierta; para él eso era
un atino en un día tan soleado y fresco. Se acercó a la puerta, tocó el
timbre; no esperó mucho. Amelia abrió pronto.
—Pasa, estoy por empezar —le dijo al
recibirlo.
Rolando entró y la bibliotecaria lo condujo por un
largo pasillo que cruzaba la sala, el comedor y la cocina, en la cual Amelia
tomó un paquete de galletas sabor menta de la alacena. Al visitante le
llamaba la atención la pulcritud absoluta de la casa y la sensación de
frescura que permeaba todo el ambiente. Todas las habitaciones exhibían un
estilo rústico, hogareño y ecléctico. Había libros por todas partes.
Eventualmente llegaron a unas escaleras que
conducían a un sótano que sólo poseía un estante negro de metal al fondo y
una alfombra redonda de yute al centro. Las paredes eran de piedra caliza
sin pintar y el piso de concreto pulido. Aquel sitio parecía una caverna
moderna, en especial si se le comparaba con el resto de la residencia. El
solitario anaquel albergaba unas cajas de madera sin tapa decoradas con
estrellas, figuras geométricas y letras hebreas, griegas y árabes.
Amelia se acercó al centro de la habitación,
abrió el paquete de galletas, depositó todo su contenido en el tapete, fue
al extremo contrario del sótano y se sentó en el suelo a esperar. Rolando se
acomodó en el piso junto a ella para no ser grosero. «¡Vaya! Nunca vi tanta
solemnidad por unas galletas», pensó él mientras esperaban.
El primer hurón que salió de las cajas era
albino, de ojos rojizos y cuerpo alargado, como todos los de su especie. Se
acercó raudo al alimento, lo contempló como si nunca hubiera visto algo
parecido, lo olisqueó y regresó a su escondite. Pasaron unos minutos más y
volvió a salir, ahora acompañado de un espécimen de pelaje negro y hocico
blanco. Este último se acercó al centro de la alfombra a olfatear las
delicias y el albino continuó hasta quedar frente a Amelia, se paró sobre
sus patas traseras, volteó a ver a Rolando y regresó su atención a ella.
—Sí, es él, de quien les había hablado —dijo
a su travieso con tono maternal.
El animal regresó directo hacia las cajas y
el ejemplar negro lo siguió sin chistar. Tras un instante emergieron todos
los hurones, diez en total, la mayoría lucía un color canela en su pelaje y
un rostro blanco, pero también los había pardos y de patas obscuras. Emitían
chillidos y sonidos lúdicos. Cada uno tomó una galleta y se sentaron alegres
en círculo a degustarlas.
En ese momento Amelia puso sus manos en el
piso para levantarse, pero no lo hizo; en cambio se rascó la nuca indecisa;
luego se puso la mano en la frente; bajó la mirada y la regresó a los
hurones. Cuando al fin tomó la determinación de pararse se acercó despacio
al albino y extendió su mano, la criatura empezó a gemir de tristeza.
—¡Lo sé, mi travieso, lo sé! A mí también me
duele, pero Rolando no lo va a creer si no lo ve —explicó con resignación y
pena la mujer a la pobre criatura.
El animalito retrocedió cabizbajo sin dejar
de gemir y Amelia tomó la galleta entre sus manos, dio unos pasos hacia su
lugar junto a Rolando mientras el resto de los hurones la miraban con
reproche sin dejar de comer sus respectivos manjares. Ella se mantuvo de
pie, expectante e incómoda.
—Observa —le pidió a su visita.
El pobre albino se apartó del resto y se
acurrucó en un rincón donde al poco tiempo empezó a crecer, como si se
inflara de a poco, sus patitas se sacudían con violencia, sus orejas
disminuían de tamaño, la punta de su cola se dividía en dos y su pelaje se
tornaba amarillo ocre. Conforme las alteraciones se daban su respiración se
volvía entrecortaba, pequeñas gotas de sangre salían de su nariz y sus ojos
reflejaban una angustia exponencial.
Rolando, confundido, observó aquella escena
con gran angustia. No la soportó. Enseguida experimentó una gran opresión en
el pecho, un calor airado le invadió el rostro y su mandíbula se movió hacia
delante ante el sufrimiento del hurón. Se levantó de un salto y tomó del
brazo a Amelia.
—¡Basta! Ya vi suficiente.
Ella —que padecía aún más la escena y estaba
al borde del llanto— corrió hacia el doliente con premura y le devolvió la
galleta. Conforme el pequeño la devoraba aliviado su aspecto retornaba a la
normalidad y cuando ya estaba saludable regresó feliz con sus congéneres,
los cuales lo recibieron con juegos y tiernas piruetas.
Él se llevó las manos a la nuca y suspiró
aliviado. «¿Por qué les sucede esto?, ¿las galletas son lo único que comen?,
¿por qué están en el sótano?, ¿habrá otros remedios? ¡Debe haberlos!» Miles
de preguntas se agolparon en su mente y no supo cómo ordenarlas. Caminó de
un lado a otro para asimilar lo que había visto.
Los traviesos continuaron jugando y
empezaron a correr por todo el lugar, unos regresaron a sus cajas para
extraer algunas pelotas y peluches que se volvieron parte de su jolgorio. En
medio de todo, Amelia y Rolando se miraban uno al otro en silencio. Algunos
pequeños treparon por la bibliotecaria. Ella se permitió reír divertida y
aliviada de no haber roto su confianza. Otros se acercaron al visitante y lo
observaban entre curiosos y expectantes.
—¡Adelante! —dijo el hombre y los pequeños
no dudaron en invadirlo revoltosos como lo hacían con su cuidadora. Ella
supo en ese momento que había hecho lo correcto.
Cuando se cansaron de jugar los hurones
regresaron a sus cajas llevando sus juguetes consigo y lanzaron miradas de
despedida a la pareja. Amelia contempló enternecida la estantería mientras
le dijo a Rolando:
—Vamos a la cocina, prepararé té. Debes
tener muchas preguntas.
Una vez sentados y con bebidas de manzanilla en sus manos, ambos charlaron
sobre lo sucedido. Ella narró a detalle el día en que alguien tocó a su
puerta y cuando abrió encontró una caja de cartón con once hurones cachorros
y una nota que decía: «Usted parece tener buen corazón». Contó cómo los
cuidó con amor, cómo desde pequeños manifestaron una inteligencia inusual y
cómo ellos mismos decidieron vivir en el sótano.
Amelia explicó que todo parecía ir viento en
popa hasta su séptimo mes de vida, en ese entonces empezaron a exhibir los
síntomas que Rolando presenció momentos atrás. En la clínica les hicieron
muchos estudios que no llevaron a ningún lado e incluso sugirieron ponerlos
a dormir, cosa que Amelia aceptó en aquella ocasión para detener su
sufrimiento. Mientras el veterinario se preparaba para el procedimiento ella
pensaba en cómo despedirse de ellos de un modo más significativo que sólo
abrazarlos y decirles frases lindas, en su congoja lo mejor que atinó a
hacer fue darles unas galletas que traía en el bolso.
Ante sus ojos los pequeños empezaron a
mejorar con prontitud extraordinaria. Sólo faltaba uno de beneficiarse de
aquel inusitado remedio cuando entró el galeno al consultorio. Amelia le
explicó lo que sucedía. Él quedó maravillado por la repentina recuperación
de los pequeños. A pesar de que le costaba creer que unas galletas eran la
solución, tomó el paquete y leyó los ingredientes. Le inyectó un fármaco
cuyo nombre Amelia no recordaba; «Hago esto porque si es lo que creo,
entonces no dependerá de las galletas», le dijo a Amelia mientras procedía.
El animalito no respondió como el veterinario esperaba y dejó de respirar.
La bibliotecaria quedó devastada.
El galeno se arrepintió de no haberle dado
la galleta. Le pidió a su clienta que le permitiera hacer una autopsia al
pequeño; ella accedió. Los resultados no arrojaron gran luz sobre el
padecimiento de los traviesos.
—¿Y has probado con otros remedios?
—preguntó Rolando intrigado.
—El año previo a conocerte fue de ensayo y
error, por decir lo menos. Probé con todo tipo de dietas y remedios,
consulté a todo mundo, ¡incluso a una chamana! —Amelia rio breve con
vergüenza de sí misma.
»Me sentí ridícula haciéndolo, pero me
pareció entonces que no debía descartar nada. Aquella curandera me dijo algo
sobre la liberación de sus espíritus al alimentar sus esencias de manera
pura, no entendí a qué se refería.
»Al final me quedaron muy claros tres
aspectos primordiales, que necesitan al menos una galleta cada dos semanas,
que los únicos ingredientes que los alivian son la menta y una enzima
sintética usada en las galletas y que esa enzima, por desgracia, tiene un
precio exorbitante al menudeo.
—¡Vaya! —Rolando asimilaba las palabras de
su amada de a poco.
—Por eso te traje, tenías que verlo en
persona.
A partir de ahí la pareja se reunió cada
domingo. Cuidaban de los traviesos, platicaban acerca de lo que se les
ocurriera y sobre todo buscaban dar con el modo de conseguir la elusiva y
primordial enzima sintética o ENHU, un acrónimo que la pareja creó a partir
de enzima y hurón.
Como medida de prevención, el tendero empezó
a guardar las provisiones de galletas de menta que su proveedor le surtía.
Sólo ponía un paquete en los anaqueles de su local. Aquello resultó ser una
medida acertada, ya que un lunes por la mañana recibió con disgusto unas
galletas de arándano.
—¡No le hagas, Diego! ¡Éstas no son las que
te pedí!
—Yo lo sé, Don Rolando. Lo que pasa es que
de las de menta ya las descontinuaron.
Cuando el repartidor se retiró el comerciante corrió hacia el almacén a
contar la cantidad de paquetes todavía disponibles. María se sorprendió con
la reacción de su empleador, «¡Quién lo hubiera creído! ¡Sí le pegó duro el
amor!», se dijo a sí misma. Según el cálculo de Rolando contaban con
suficientes raciones para ocho meses. Eso era un alivio a medias. Llamó
desde su celular a Amelia para contarle lo sucedido y esa misma noche se
vieron.
—Habrá que probar con tres cuartos de
galleta por cabeza.
—Ya lo había intentado. Sólo funciona reduciendo el
intervalo entre sesiones —contestó Amelia.
Raudos, compraron las pocas galletas en existencia que
encontraron en otros establecimientos. Ahora contaban con un suministro para
un año, pero eso no solucionaba nada en el largo plazo. Adquirir la enzima
estaba fuera de su alcance, así que ambos tomaron el único camino que
vislumbraban, encontrar a como diera lugar la forma de elaborar ellos mismos
la ENHU. Consultaron a todo tipo de expertos, revisaron cuanto documento o
video cayó en sus manos y realizaron todo tipo de experimentos. Averiguaron,
tras meses de trabajo, que se podía extraer de otros productos que lo
contuviera, sin embargo, para ello requerían un equipo de laboratorio
especializado.
La pareja se avocó a conseguir dichos
aparatos. Cada uno aportó de sus ahorros una parte y los obtuvieron de
segunda mano. Decidieron situarlos en el almacén de El Cronopio, que contaba
con la temperatura y el espacio adecuados.
El día que llegaron con semejantes
mamotretos a la tienda, María los miró como invasores de otro planeta.
Algunos clientes que estaban presentes también observaron la escena con
interés. Rolando y Amelia se dedicaron a trabajar con ahínco en obtener la
enzima. Incluso María comenzó a apoyarlos una vez que le contaron —a grandes
rasgos— la situación de los animalitos. Su labor les redituó a un mes de que
se acabaran las raciones de galletas.
Los traviesos intuían que algo sucedía,
notaron que las alternativas que les daban a probar Amelia y Rolando eran
cada vez más habituales. Si bien eso no hizo que desconfiaran de sus
cuidadores, sí causó cierto recelo y ahora se negaban a salir si no les
mostraban primero el paquete de galletas de menta. Amelia imprimió su propia
versión del empaque. Finalmente, la pareja logró reproducir las galletas por
su cuenta. Sintieron alivio y tranquilidad al saber que ya no dependían de
nadie para mantener sanos a sus traviesos.
Mas la alegría duró poco. Un cliente que estuvo
presente el día que Rolando y Amelia trasladaron su equipo a El Cronopio
reportó el lugar como un laboratorio de estupefacientes. Cuando las
autoridades llegaron al lugar tomaron por sorpresa al tendero y a su
empleada. Con el transcurrir del interrogatorio se dieron cuenta de que en
el momento en que los oficiales entraran al almacén les podrían clausurar el
local e incluso arrestarlos. Rolando optó por ir al grano y decirles la
verdad, es decir, la parte que les incumbía. Los llevó directo a su equipo
extractor de enzimas, les mostró cómo funcionaba y les ofreció una de las
galletas recién elaboradas.
Los oficiales ejecutaron algunas pruebas
para detectar substancias ilegales; los resultados fueron negativos. No
obstante, la escena no era del completo agrado de la autoridad.
—¿Cómo ves, pareja? —preguntó un agente.
—No sé… —respondió el otro.
Los uniformados optaron por clausurar El Cronopio en lo
que se conducían más averiguaciones. Rolando trató de convencerlos de que le
dieran una oportunidad. Argumentó que ya les había comprobado que en su
local no se producían ni se vendían estupefacientes, aludió al hecho de que
la tienda era la única fuente de ingresos tanto suya como de su empleada e
incluso trató de convenir otras alternativas o que al menos le explicaran
qué más hacer para demostrar su inocencia.
—Mejor vaya usted a la subdelegación para tratar su
caso —Fue la mejor respuesta que recibió.
El tendero ya no objetó nada más. Estaba
consciente de que la situación pudo haber sido mucho peor y estar esposado,
pero no pensaba parar ahí. Mandó a su empleada a su casa bajo la promesa de
que resolvería la situación de algún modo. Ella obedeció sin chistar, sobre
todo porque sabía que le convenía empezar a buscar empleo en otro lado, «por
si las dudas». Rolando se comunicó en ese instante con una abogada que un
conocido le recomendara tiempo atrás. Conversaron de manera extensa y
quedaron de verse al siguiente día. Tras la charla se fue directamente a
casa de Amelia.
—¿¡Cómo es posible!? ¡Esto es un atropello!
—Amelia bullía de coraje.
Rolando la miraba con desánimo, buscaba en su mente una respuesta
satisfactoria que no poseía. Se quedaron callados, sintieron como el
ambiente se tornaba pesado y frío. Ninguno quería darse por vencido; sin
embargo, aquel revés lo sufrían como un gran maremoto dispuesto a enterrar
sus esfuerzos. Una mezcla de desesperanza y cansancio agobiante los
inundaba.
—Aquí en la casa contamos con galletas como
para tres meses… También hay un frasco de solución con ENHU a la mitad. En
total tenemos como para seis meses —señaló Amelia al notar que la mayoría
del inventario seguía en la tienda.
—La abogada me dijo que me permitirían
reabrir en cuanto concluyeran sus averiguaciones, pero eso se llevaría al
menos un año… si resulto afortunado.
Rolando impaciente se levantó de su silla y
empezó a caminar de un lado a otro de la cocina. Amelia no lo había visto en
ese estado desde que le mostró el problema de los traviesos. Ella se llevó
la mano a la boca, hasta ese momento no reparó en que él estaba en una
situación agobiante, cayó en cuenta de que encima de todo, El Cronopio era
el único sustento de su amado.
Corrió para abrazarlo; una vez entrelazados ambos
se permitieron llorar y habrían permanecido así por un largo rato si no se
hubieran sentido observados. Ambos voltearon hacia la encimera. Ahí se
encontraba el hurón albino. El pequeño los miraba melancólico parado sobre
sus patas traseras. La pareja se le acercó, éste trepó por los brazos de la
bibliotecaria y se dejó acariciar.
—La liberación de sus espíritus al alimentar sus
esencias de manera pura —dijo Amelia como para sí misma.
El travieso y el tendero la voltearon a ver
intrigados.
—¿Sabes?, creo que hay algo que no hemos
intentado. Darles directamente la ENHU y la menta —concluyó ella.
Su amado hizo un gesto de consternación. El
albino —con su cabeza recargada en el hombro de su cuidadora— volteó a ver
la mesa con una mirada distante, se bajó y fue hacia el refrigerador. Con
sus patitas delanteras tocó la puerta del electrodoméstico dos veces y
observó a la pareja como un niño que tiene antojo de helado.
Amelia se acercó, abrió el frigorífico, tomó el
frasco de ENHU y lo depositó sobre la encimera; buscó el sobre de hojas de
menta, sacó una, la colocó dentro de un pequeño mortero, la molió con
delicadeza y esmero. Vertió la menta molida en una cuchara y Rolando agregó
unas gotas de la enzima.
El hurón corrió en dirección a la puerta de
la cocina y se paró en el umbral, esperando que la pareja lo siguiera. Ellos
avanzaron con diligencia, procurando no derramar el contenido de la cuchara.
El albino los condujo hasta el sótano, donde se paró sobre la alfombra de
yute y emitió una mezcla de gorgoritos y chillidos solemnes. El resto de los
traviesos se asomó desde el interior de sus cajas. Al ver que sus congéneres
lo observaban con atención se recostó sobre el tapete con la vista en
dirección de Rolando y Amelia.
Ella se aproximó al travieso, se acuclilló
ante él y le ofreció el contenido de la cuchara. El pequeño le dio un par de
lengüetazos y cerró sus ojos. Él se aproximó a ellos.
Una transformación gradual comenzó a darse en el
pequeño. Hurones y humanos presenciaban aquello con aprensión y asombro. El
pelaje del paciente animalito se tornaba colorido; patrones de estrellas
amarillas y verdes se manifestaban sobre un azul rey que ya cubría su
anatomía; el interior de sus orejas se tornó rojo y naranja; el pequeño
mantenía una respiración suave y tranquila al tiempo que anillos azul cielo
aparecían en su cola; su cuello se estiraba y de su lomo brotaron
gradualmente unas protuberancias largas que luego se cubrieron de plumas. Al
final abrió sus ojos, que ahora reflejaban el universo entero.
La metamorfosis impactó a Rolando y Amelia.
Ninguno se movió. Ella seguía con el brazo extendido y la cuchara en la
mano. El hurón negro se decidió, salió de su caja y lamió la mezcla. Su
transición fue similar a la del otrora albino. El resto de sus congéneres
comenzó a emitir sonidos alegres y aventurarse fuera de sus madrigueras.
Rolando corrió a la cocina, tomó el frasco
de enzimas, la menta, el mortero y todo lo que consideró útil. Regresó al
sótano. Entre los dos prepararon la mezcla y se la dieron al resto de los
traviesos.
Ante la bibliotecaria y el tendero ahora
jugueteaba un grupo heterogéneo de seres coloridos y vivaces que emitían
cantos polifónicos. Los humanos extasiados, lloraban catárticos, aliviados,
felices, llenos de júbilo, satisfacción y orgullo. Les embargaba la belleza
que captaban sus sentidos ante la presencia de estos seres que alguna vez
fueran hurones.
Los traviesos comenzaron a trepar por sus
cuidadores como usualmente lo hacían, corrían por las paredes y el techo y
algunos flotaban parsimoniosos. Sus cantos se sincronizaron en una sinfonía
que inundó el alma de la mujer y el hombre, eran sonidos que evocaban el
principio del universo y la historia de la naturaleza. En el ambiente se
percibía una fragancia que era todos los aromas y ninguno a la vez. Uno a
uno regresaron a sus cajas sin dejar sus vocalizaciones, dedicando miradas
de amor y agradecimiento a la pareja conforme ingresaban en sus hogares.
Amelia tuvo un presentimiento, su vista se nubló con lágrimas y corrió hacia
las madrigueras, Rolando la siguió, pues tuvo la misma sospecha.
Cuando llegaron a las cajas se asomaron en ellas.
Estaban vacías. Ya no se escuchaba ninguna tonada, ya no se percibía ningún
aroma. Se quedaron sólo con la sensación de sus patitas subiendo y bajando
por sus cuerpos, el recuerdo de sus juegos y con la convergencia de sus
vidas. Se tenían el uno al otro y ahora eso era todo con lo que contaban.
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