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Especificación catorce

 

Mi hermana y yo hemos batallado mucho para sobrevivir en esta ciudad.


Camino de un lado a otro mientras espero a que surtan la receta de Susana. Voy de pasillo en pasillo, observando los empaques de las medicinas, sus caritas sonrientes y sus voces tiernas que a estas alturas me aturden. Al hablar todas al mismo tiempo suenan como un enjambre hipnótico y perturbador. El robo-guardián no me quita el ojo de encima. Hay una gran cantidad de productos que prometen mejorar la memoria. «¿Y no habrá nada para olvidar?», me pregunto. Mi hermana y yo hemos batallado mucho para sobrevivir en esta ciudad. 

Recuerdo el primer día de clases. Entramos y dijimos: «¡Buenos días!». Todos nos miraron como si los hubiéramos insultado. Incluso el maestro en turno parecía molesto. Nos quedamos calladas, no estábamos preparadas para sus costumbres. Al ver que no atinábamos a reaccionar, el profesor nos preguntó: «Nombres y procedencias». Le respondimos con la misma brevedad de su pregunta. Cuando se enteró de que proveníamos de la zona noreste del país, nos pidió que lo acompañáramos afuera del salón y cuando consideró que estábamos lo bastante lejos de ciertos oídos, nos entregó una guía de etiqueta y civilidad para la zona sur. «Nunca la pierdan ni la muestren. Ahora regresen al salón y no digan nada a menos que yo se los pida», murmuró.

Quedamos impactadas cuando empezamos a leer aquel documento, ya de regreso en el departamento. Todas las reglas sobre cómo presentarse, las indicaciones sobre qué transporte tomar con base en tu «estatus», las reglas en cuanto a qué tipo de dieta llevar según tu ocupación, edad y vivienda. «¡Jamás vamos a poder cumplir con todo esto! ¡Es ridículo, estúpido! ¡Es demasiado!», nos decíamos una a la otra. Todo era complejo, apabullante y desmoralizante. En especial lo que concernía a los pre-ciudadanos, personas que por una razón u otra no eran considerados ciudadanos «regulares». Intuimos que nos esperaba una montaña de desafíos; lo que no advertimos era qué tan grande sería nuestro tormento.

Ahora estoy en esta farmacia siendo bombardeada por decenas de eslóganes musicales sobre «pancitas felices» o «músculos de acero». Todos los colores vivos que existen me rodean y me causan náuseas. De repente me veo a mí misma siendo encerrada en una celda pequeña por un robo-policía. El lugar tiene una pared de acrílico transparente al frente, un colchón sin sábanas ni almohada y un retrete sin botones ni control alguno; también hay una regadera y una cámara en cada esquina del techo. Frente a mi mazmorra está otra igual, dentro está Susana. Nos miramos una a la otra y colocamos nuestras manos en el frente de nuestros calabozos, como si en verdad pudiéramos juntar nuestras palmas y sentir el calor de la otra. Lloramos en silencio por miedo a empeorar nuestra situación.

Una voz más fuerte y grave que las de los empaques interrumpe mis divagaciones y me dice sin miramientos:

—Venga conmigo, pre-ciudadana. 

«¡Pre-ciudadana! ¡Odio ese maldito término! ¡Es insultante!» pienso, pero tengo que aceptarlo. Cuando nuestros padres murieron en aquel accidente nuestras vidas cambiaron. Poco sabíamos de lo opuestas que son las cinco zonas del país. El noreste y el centro se desarrollaron de una forma gradual, con formas de ver el mundo heredadas de la época anterior al Movimiento Renovación y Certeza Patrio. El resto del país tomó un rumbo diferente, muy diferente. Todos les temían a todos; un sistema de clases y protocolos enfocados a evitar que la gente entablara relaciones sociales «anticuadas» se implantó. Para que personas como nosotras, que no nacimos dentro de su territorio, podamos ser consideradas «ciudadanas» debemos contar con un prerregistro de nacimiento. Papá y mamá nunca creyeron que lo pudiéramos necesitar. En alguna ocasión Susana les preguntó si algún día iríamos de vacaciones a otras partes de la exrepública, mamá le contestó: «Allá no hay nada que ver, cariño. Lo que pudo ser ya no fue».

El robo-guardián me mira satisfecho, tiene en su rostro-pantalla un brillo particular que los robots solo muestran cuando están «contentos» con algo. Detrás de este se encuentra un empleado de la farmacia que tiene sus manos sobre los hombros de Susana. Ella me mira con lágrimas tímidas y cansadas, cierra sus ojos y luego baja la cabeza. Las leyes y procedimientos son tan complejos (y ridículos) que incluso los ciudadanos que nacieron aquí sufren tratando de acatarlos sin errores. 

—Usted y su familiar realizaron un procedimiento no autorizado. Robar no está permitido —dice el empleado con una sonrisa de autocomplacencia.

La sangre se me sube a la cabeza. «¡Carajo! ¡Otra vez buscan un estúpido pretexto para perjudicarnos! ¿Por qué nos odian tanto?», reflexiono y no digo nada por un bendito segundo. La sonrisa del tipo se diluye un poco; se da cuenta de que no voy a hacer una escena, ni a gritar, ni nada parecido. Siempre es el mismo truco; lanzan una acusación exagerada para que uno se indigne, alce la voz y así puedan culparte de «actitud violenta» y perjudicarte. Ahora entiendo las lágrimas de mi pobre hermana. De seguro ella también conservó la calma, sin embargo, su carácter sensible la lleva a padecer mucho en manos de estos «ciudadanos responsables». 

Con mi mano izquierda señalo el documento que ella aún conserva en sus manos, con la derecha realizo un gesto lento para indicar que voy a sacar algo de mi bolsillo, tomo mi credencial C3 y le respondo:

—Mi hermana y yo somos pre-ciudadanas con registro vigente. De acuerdo con la especificación catorce, podemos solicitar medicamentos clase dos, con previa prescripción de un doctor del Servicio de Salubridad. Si existe algún error en la documentación estamos dispuestas a corregir y enmendar.

El robo-guardián y el empleado se miran uno al otro. Van a tener que esforzarse para obtener su diversión. No se esperaban que un par de «jovencitas» de diecinueve años supieran algo de leyes y procedimientos. Mientras ellos ajustan su estrategia, miro a Susana con todo el amor que puedo y pienso: «¡Un año más, solo un maldito año más!». Y es que cuando cumplamos los veinte podremos registrarnos en el SDI y regresar al noreste. 

El tipo toma los papeles de la mano de mi hermana y los lee con cuidado, me observa y cae en cuenta de algo.

—¡Ustedes son gemelas! —anuncia triunfal.

«¡Mierda!», pienso. El tono de su voz no me agrada. Trato de recordar todo el proceso en el Sistema de Salubridad. Me aterra suponer que el hecho de ser gemelas sea un problema. «¿Pero y eso… qué?», me pregunto. Vuelvo a quedarme callada, no me voy a adelantar a los hechos.

—De acuerdo con la misma especificación catorce, sus credenciales C3 deben llevar un código de individualidad G para evitar fraudes y confusión de identidad.

Me dan ganas de decirle: «¿En serio, Sherlock? ¿¡Qué haríamos sin ti!?». En lugar de eso, miro mi credencial y veo el código en regla. La muestro de nuevo y le digo a mi hermana:

—Susana, ¿le puedes mostrar al señor tu credencial?

Ella saca su credencial a la vista de todos; la suya también tiene el código correcto. El empleado frunce el ceño y muestra los dientes en un intento patético y violento por sonreír. Parece un simio estresado.

—¡A mí no me engañan! Ustedes los pre-ciudadanos siempre hacen algo mal. Tal vez no pueda negarles el medicamento de momento, pero notificaré a las autoridades de este «incidente».

—Lo entiendo —respondo conteniendo cualquier otra palabra.

Me duele la cabeza horrible. Susana parece estar más calmada.


***

Estamos en camino al departamento. Logramos sentarnos juntas y Susana apoya su cabeza en mi hombro. Mueve sus dedos en mi antebrazo como si este fuera su instrumento; lo hace con lentitud. De seguro es alguna adaptación a violín de Für Alina de Arvo Pärt. 

Dentro del vagón del viejo aéreo-metro mi mente se transporta de nuevo al pasado. El ruido del desvencijado motor y el color de los anuncios exteriores me llevan a la época en que el juez de asuntos juveniles de la zona noreste dictaminó que por nuestra edad debíamos irnos a vivir con nuestro pariente más cercano. Susana y yo no sabíamos que tuviéramos familiar alguno. Estábamos seguras de que nos pondrían a cargo del señor Díaz; él batalló hasta el final para que así fuera. Sin embargo, resultó que teníamos un tío lejano, un drogadicto que tampoco sabía de nuestra existencia. Como el susodicho «tío» no quería meterse en más problemas con las autoridades, aceptó recibirnos. Al mes de que nos instaláramos en su casa fue encontrado muerto en un callejón. Su muerte llegó en mal momento; apenas habíamos empezado los trámites para mejorar nuestro estatus legal. 

El sur siempre nos ha tratado mal, como si fuéramos delincuentes de las que nada bueno se puede esperar. Incluso nos querían culpar de la muerte de nuestro único familiar. «De seguro ustedes lo incitaron a probar sustancias tóxicas», nos dijo el agente asignado a su caso. Aquella vez me enojé y le reclamé; pronto aprendí que aquí alzar la voz es mala idea.


***

Han pasado algunas horas desde que regresamos. Me he dedicado a estudiar para distraerme, mientras, Susana toca su violín eléctrico a volumen muy bajo. Me da risa pensar que justo ahora es cuando en verdad estamos «quebrantando el orden». Según las especificaciones catorce, cinco y veinte, en el sur se prohíbe a pre-ciudadanos trabajar y estudiar al mismo tiempo; en cuanto a la música, nadie la tiene permitida. Excepto los de arriba, claro. Tras el fallecimiento de nuestro pariente no nos quedó de otra que abandonar la escuela y buscar empleo. Cuando nos enteramos de lo que mandaba la reglamentación al respecto, decidimos educarnos «clandestinamente». 

La luz del timbre se prende. Susana deja de tocar y corre a ocultar su violín. Yo escondo mi tablet. Ella se asoma por la mirilla, su cuerpo se estremece como insecto atrapado en una telaraña.

—¡Dios, nos puede ser! ¡Son un agente y un robo-policía!… ¿Qué hacemos, Marisol? ¿¡Qué hacemos!? —musita.

—¡Demonios! ¡No sé!… Pues… Abrir, no queda de otra.

Susana abre la puerta; me acerco con abatimiento a la entrada.

—Pre-ciudadanas, Marisol Medina y Susana Medina, detectamos actividad inusual en sus registros de los días dos, veinte y el presente de este mes. Asimismo, hay irregularidades en los pasados meses de agosto y septiembre. Deben acompañarnos a la delegación. 


***

Las paredes blancas, la falta de ventanas, el silencio que solo se interrumpe cuando alguien habla, todo distorsiona mi noción del tiempo. El calor de la lámpara del techo y la pequeñez del cuarto me hacen sentir como un empaque de comida artificial en el microondas. Desde un monitor enorme y enceguecedor un agente me mira y me hace preguntas. A mi lado un robo-policía me vigila de cerca. Me cuesta enfocar la vista. La cabeza me da vueltas. 

Necesito saber dónde tienen a Susana; cuando les pregunto por ella me responden con sus propias interrogaciones. Tengo la garganta seca. Cada cuestionamiento que me hacen se vuelve más confuso que el anterior; los escucho, pero ya me cuesta entender lo que dicen. Sus palabras me aturden como lo hicieron las cajas de medicina, solo que, en vez de voces dulces y tiernas, son ásperas y flemáticas. Las preguntas no tienen orden o coherencia; saltan del incidente en la farmacia, a nuestra llegada a la zona sur, a nuestros empleos y de regreso a lo mismo. De nuevo, quieren que me equivoque, quizá esta vez lo logren. No sé lo que pretenden… o tal vez sí, pero no me atrevo a pensarlo siquiera.

—Una vez más, nombre y procedencia.

—Marisol Medina… zona noreste, Exrepública… Mexicana.

La puerta se abre y otro agente entra. En su espalda porta un contendedor portátil que coloca sobre la mesa. Lo abre. Su contenido me hace sudar frío. Frente a mí está mi tablet, el violín de Susana y la guía de etiqueta y civilidad para la zona sur.

—Infiltradas como ustedes siempre caen —me dice el agente que acaba de entrar.

—¿In…filtradas?

—Aunque yo me esperaba algo más de técnica por parte de ustedes. Quién pensaría que las hijas de Cristina Medina se dejarían atrapar tan fácil.

—… ¿¡Mamá!? ¿De qué me habla? ¡Mi madre falleció hace varios años!

—Pre-ciudadana Marisol, ¡por favor! No me diga que me considera tan estúpido como para creer que no sabe sobre la verdadera ocupación de su madre. A-24, ¡llévesela de aquí!


***

Me despojaron de todas mis ropas, me colocaron un overol amarillo de mangas cortas y me encadenaron de pies y manos. El pasillo por el que me trasladan es largo, blanco y lleno de puertas. Si la luz de la pantalla del cuarto de interrogación era cegadora, esta cala hasta el alma. Me hace sentir transparente, como una frágil medusa a la deriva. De las puertas del pasillo provienen carcajadas, insultos y frases que prefiero no escuchar. Los robo-policías tienen ese maldito brillo de satisfacción en sus rostros-pantallas.

Llegamos a un elevador, entramos y bajamos. Piso tras piso, mi esperanza desciende al ritmo del elevador. La respuesta de mamá: «lo que pudo ser ya no fue», la renuencia del tío a recibirnos o a hablarnos, el constante acecho de las autoridades, la batalla que dio el señor Díaz por nosotras, todo tiene sentido ahora. Ya es tarde para aclarar nada. Solo ruego que Susana siga con vida.

Salimos del elevador a otro pasillo, igual de luminoso que el primero, pero sin puertas y más corto. Aquí las celdas tienen frentes de acrílico; todas están vacías, así de «prominente» resultó ser mi familia. Deseo aborrecer por completo a mi madre, escupir su nombre, pero quizá yo hubiera hecho lo mismo. Aun así, me siento abandonada y traicionada. La traigo atorada en las tripas ¡Si tan sólo nos hubiera dicho algo! ¡O papá, o el señor Díaz, alguien! ¿¡Por qué nadie nos advirtió!?

Nos detenemos frente a una de las mazmorras. Mientras uno de mis custodios la abre, escucho la única voz que deseaba oír:

—¡Marisol! ¡Estás viva, Marisol! 

Susana me mira con un dejo de esperanza en los ojos, con el rostro pegado al acrílico. 

—¡Susana! ¡Gracias al…!

El otro robo-policía me golpea en el rostro y luego activa un botón que está junto a la celda de mi hermana; la veo retorcerse y gritar de dolor, le debió aplicar alguna especie descarga de energía. Su compañero me avienta dentro del calabozo que acaba de abrir y lo cierra. Ambos robots se retiran.

Susana aún llora por la descarga. Observo a mi alrededor, todo me resulta en absoluto y horrendamente familiar. La celda que visualicé en la farmacia es igual a esta. Nos miramos una a la otra y colocamos nuestras manos en el frente de nuestros calabozos, como si en verdad pudiéramos poner nuestras palmas juntas y sentir el calor de la otra. Lloramos en silencio por miedo a empeorar nuestra situación.

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