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Bocados de espontaneidad

Luego abre impasible su antiguo frasco de cristal grabado; aquel que recibiera como regalo de su antecesora.

Julieta saca de manera depurada las galletas recién compradas de sus inmaculados empaques individuales. Limón, chocolate, arándano, piña o vainilla, ella siempre procura conseguir una variedad equilibrada. Con sus dedos largos y elegantes las toma con movimientos precisos, casi sublimes. Las contempla del mismo modo que un joyero observaría brillantes recién cortados; se deleita con las formas caprichosas de cada superficie, con la redondez de cada chispa de chocolate o el brillo de cada pedazo de fruta. Luego abre impasible su antiguo frasco de cristal grabado; aquel que recibiera como regalo de su antecesora. Las deposita, ordenadas por color y tamaño, una a una dentro de aquel receptáculo aún transparente a pesar del paso del tiempo. Una satisfacción habitual la inunda. Es una perfeccionista nata. Por esa y otras aptitudes, el ingeniero Castellanos le confía a ella la administración de su patrimonio y sus propiedades.
Siempre realiza pequeñas ceremonias que la hacen sentir natural e intuitiva, a pesar de ser rutinarias. El rito de las galletas es un ejemplo claro. Sabe que corren menos riesgo de ablandarse si las dejara en sus envoltorios originales, los cuales son a todas luces modernos, prácticos y convenientes. Incluso podría usar uno de esos envases de plástico que sellan al vacío y monitorean el estado de su contenido. Pero ver las crujientes golosinas lucirse como gemas exóticas en aquel recipiente, de encanto atemporal, es un gusto trivial que la hace sentir como una gran esteta. Piensa que el acto de valorar lo estético sobre lo práctico de cuando en cuando la salva de ser la «autómata cuadrada» que Roberto la acusa de ser. Julieta se deleita en los pequeños detalles que la hacen sentirse espontánea a pesar de ser ya parte de sus hábitos.
Semejante contradicción no escapa a su vasto entendimiento y la acepta a pesar de todo. De hecho, la disfruta y la contempla como a una pintura majestuosa, colorida e intrincada siempre que puede. «Estoy segura de que toda personalidad tiene sus pequeñas paradojas, caprichos y extravagancias», piensa. No hay momento en que se absorba más en dicha meditación que cuando guarda las galletas nuevas. Por lo tanto, no es de extrañar que no detecte el leve sonido que hace la puerta principal en ese momento. Al fondo, en la cocina, ella está ajena al intruso armado que entra por la planta baja de la antigua casona.
El extraño no está ahí por casualidad. Desde semanas atrás se ha dedicado a observar —como siempre lo hace— a sus víctimas potenciales. A estas alturas él sabe que los viernes Roberto sale a caminar un rato y que, confiado en su fuerza, no repara en cerciorarse si la tozuda y vetusta puerta cerró bien. Si Roberto acusa a Julieta de cuadrada, ella bien podría reprocharle todas sus imprudencias, pero no lo hace. Prefiere evitar lo que la gente denomina «resentimientos» y así lograr ser «empática con los biológicos».
Satisfecha con sus pensamientos y pequeños rituales, ella se dispone a revisar sus pendientes en la mesada junto a su armonioso frasco de galletas. Tiene que planear muchas diligencias. El ingeniero Castellanos regresa el viernes próximo; nada debe estar fuera de lugar. Roberto, aunque a veces proteste, requiere de instrucciones claras para sus actividades. Julieta —aún entusiasmada por su rutina «espontánea»— decide remover su vestido de líneas blancas y anaranjadas, sus pulcros tenis de tela y toda capa exterior a pesar de que el calor del verano no le afecta. Sus partes cromadas quedan al descubierto. Hubo una época pasada en que lo cromado estuvo de moda, ahora se prefiere el aluminio pulido. «No me vendría mal estar sin cubierta de vez en cuando. Tal vez acciones así sean lo que denominan una actitud “fresca”», reflexiona Julieta mientras observa con agrado su cuerpo reluciente.
El intruso avanza con sigilo dentro de la vivienda. Por algún motivo que desconoce, la mezcla de mobiliario anticuado, muy ornamentado y de aparatos minimalistas de alta tecnología, le causa una premura insistente por salir. Considera que la casa parece el refugio de un científico loco. Hay muchos objetos que podría extraer, pero desconoce qué son y no se le ocurre cómo, o a quién, vendérselos. El ambiente que le rodea le resulta misterioso, ajeno e incomprensible. No sabe que esa yuxtaposición le resultaría entendible, e incluso familiar, si en verdad conociera al dueño. El intruso continúa su recorrido, busca algo que le resulte conocido, valioso y útil a la vez, un televisor en vez de esas pantallas enormes, imposibles de cargar, o por lo menos un jarrón chino y no esas esculturas de seres con mil tentáculos, difíciles de describir. Recorre varias habitaciones sin suerte. Un viento fresco que entra por las ventanas y agita las cortinas. Aminora la temperatura, pero no sus inquietudes, así que murmura:
—¡Ya estuvo bueno! ¡Ni que fuera un novato! Debo concentrarme.
Se topa con unas escaleras, unas suben y otras bajan; decide ir abajo. Llega a la cocina. Al entrar se sobresalta con lo que ve, una figura femenina brillante, plateada, desconcertante. Se queda paralizado. La incomodidad que lo asedió desde que entró ahora es un arrepentimiento definitivo. «¿¡Qué clase de aberración maldita es esa!? ¿En qué pesadilla me metí?», piensa sin saber cómo actuar. La presencia metálica observa con detenimiento unos papeles hasta que alza su mirada azul y descubre la presencia del intruso; lo observa con fijeza, escrúpulo y curiosidad.
—Usted no debería estar aquí, identifíquese, por favor —le advierte ella con su voz dulce y clara, armonizada por el ingeniero Castellanos en persona.
—¡No te muevas, engendro del demonio! —grita el hombre mientras saca su revolver.
Julieta se decepciona de la actitud del extraño. «Hubiera sido más adecuado que se identificara», piensa. Ella observa el temblor en las manos de aquel hombre, la ira en sus ojos y la tensión en su postura. Considera que no tiene caso dialogar con él sobre el peligro que representan las armas o sobre el valor de respetar la propiedad ajena. Decide quitarle el revolver; camina directamente hacia él. Como respuesta, el intruso dispara una y otra vez. Lo único que logra es quedarse sin municiones. Julieta, sin ceder en su andar, cambia de parecer y ahora considera que el peligro es el hombre mismo. Cuando se encuentra a poca distancia del extraño, toma su nuca con una mano, su mentón con la otra, las gira con rapidez en sentidos opuestos y al oír un crujido en particular lo suelta. El cuerpo del intruso cae inerte al piso. Julieta busca en sus bolsillos alguna identificación, sólo encuentra una credencial a todas luces falsa. Regresa junto a la mesada y procede a remover las balas incrustadas en su exterior. Las marcas remanentes del encuentro con el intruso le disgustan.
Al regresar de su paseo, Roberto nota la puerta entreabierta y se preocupa. Sabe que Julieta no subiría a la sala, ni saldría a esa hora y mucho menos descuidaría la puerta. Entra a la casa. La recorre con apremio. Nada le parece fuera de lugar. Baja a la cocina a ver a Julieta. Se topa con el cadáver del intruso y se alarma. Pero se sorprende más al verla con su cuerpo cromado al descubierto. Nota las marcas de los disparos y la expresión de fastidio en su rostro. Se suelta a reír a carcajadas por catarsis, alivio, temor y un cúmulo general de sensaciones entremezcladas. «Me gustaría reír como lo hace él, en situaciones inapropiadas», piensa Julieta, luego le pregunta:
—¿De qué te ríes?
—No lo sé —responde Roberto mientras se sienta en una silla.
—Te recuerdo que no revisar la puerta al salir puede originar situaciones como esta.
—No volverá a suceder… lo prometo.
—El extraño fue muy agresivo e incluso arruinó mi cromado.
Roberto se da cuenta de que surgió una conexión nueva en Julieta, una que redefinirá muchas situaciones, incluyendo la suya.
—Tu cromado se puede arreglar. ¿No se te averió nada más?
—A mí no… —responde Julieta, voltea a ver a su alrededor y continúa:
—Sin embargo, tu cafetera favorita está rota… ¡Mi frasco de galletas!
—No te preocupes, no fue tu culpa.
—Lo sé, fue tuya.
Los dos se sirven un poco de té y galletas. Piensan en cómo solucionar la situación sin empeorarla más, sobre todo, en cómo lograrlo antes de que regrese el ingeniero Castellanos. Se quedan callados mientras contemplan al intruso, éste se deja observar y no les responde nada.

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